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viernes, 13 de abril de 2012

El placer de ser tan desgraciado como tú

 Santiago Alba Rico (La Calle del Medio) 


En un artículo juvenil publicado en 1916 en El grito del pueblo, el gran teórico marxista Antonio Gramsci denunciaba las matanzas de armenios en Turquía y se dolía de la dificultad de los hombres para sentir como propio el dolor ajeno: “Es siempre la misma historia. 

Para que un hecho nos interese, nos toque, es necesario que se torne parte de nuestra vida interior, es necesario que no se origine lejos de nosotros, que sea de personas que conocemos, de personas que pertenezcan al círculo de nuestro espacio humano”. 

Muchos siglos antes el filósofo Aristóteles había demostrado en su Retórica que la compasión, en efecto, es una cuestión de “distancia” o, si se quiere, de “media distancia”: el dolor de los que están demasiado cerca nos resulta “horroroso”, el de los que están demasiado lejos “indiferente”. 

¿Qué tiene que pasar para que a un ser humano le resulte indispensable el placer e insoportable el dolor de otro ser humano? Eso les ocurre, por ejemplo, a las madres de ambos sexos cuando ven gozar o sufrir a sus hijos. 

Pero incluso si la radical “ocupación del lugar del otro” propia de la maternidad tiene una potencialidad universal, su objeto no deja de ser limitado y particular, restringido al más cercano parentesco.

Cuando esta “ocupación” -que nos hace intolerable el dolor ajeno- se extiende a cualquier otro y alcanza a los desconocidos, nos encontramos frente a lo que Tzvetan Todorov ha llamado “moral de simpatía”: ese impulso de identificación total con los demás, de sumersión completa en las emociones del otro, que llevó a algunos no-judíos, al margen de principios o ideologías, a subirse de un salto a los vagones con destino a Auschwitz, sin pensárselo dos veces, como por un reflejo moral incondicionado y absoluto que no les permitía no sufrir lo mismo que la más sufriente de las criaturas de este mundo.

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