Me gustaba poner como ejemplo de mi simpatía por el presidente Rafael Correa, el hecho de que me pareció, siempre, paradigmático su gesto de mandar, al tacho de basura, al TLC. Esto lo he repetido muchas veces, incluso a diplomáticos de ese país en el mío, y nada.
Claro que nada, porque el Perú se prosternó, obsecuentemente, ante ese especioso instrumento legal cuyas deletéreas condiciones nadie, hoy en día, puede ignorar.
Además, estaba la actitud del joven presidente de mandar de vuelta a los gringos y que se vayan con su base militar a una patria que se prosterne, pero no a la suya, cuya imagen iba creciendo “como crece la sombra cuando el sol declina” para citar a un poeta familiar.
Y respecto a la muerte, me gusta citar el verso de nuestro entrañable vate Alejandro Romualdo: “Y no podrán matarlo…”.
Se refería él, claro está, a José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, pero analógicamente el gran bardo hacía extensiva la imagen a la lucha impertérrita del hombre por su libertad, por su independencia (el rebelde grito de nuestro prócer fue el primero que se alzó contra el colonialismo español, en la América morena).
Y ahora, Rafael Correa pone el pecho a los vermiformes “rebeldes” policíacos que, con un pretexto baladí, arremetieron contra su autoridad constitucional, lo agredieron, precisamente cuando él tuvo el valor de dar la cara e ir a explicar la posición del Gobierno frente a reclamos espurios, formulados por los policías, a los cuales, según palabras del Primer Mandatario, ningún otro Régimen había tratado con mayor deferencia.
Pone el pecho Rafael Correa, consciente de su inmortalidad y de que la causa de la justicia social de su revolución ciudadana, no podrá dar marcha atrás. Por eso él dijo, con palabras de conocido resabio ya histórico, “Hasta la victoria, siempre”.
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