Enrique Ubieta Gómez
Emigrar es un verbo duro. Pero quienes habitan una isla sueñan con rebasar el muro de agua que los circunda. No es igual la imaginaria y con frecuencia caprichosa línea que divide a las naciones de un continente y establece un más allá previsible, que el horizonte como frontera, desconocido y tentador. Un horizonte que se insinúa en películas, seriales y novelas de televisión cuidadosamente construidos sobre vidas de clase media y alta, o sobre pobres que rompen los límites de su clase gracias al buen comportamiento, la suerte o el esfuerzo individual.
Un horizonte de primer mundo que se promociona como un enorme casino, en el que un golpe de suerte puede situar al jugador en el nivel más alto. «El sueño americano» –sustentado sobre un imaginario de vida que prioriza el tener, no el ser: si usted es rico, no importa cómo lo consiguió o cuánto aporta a la sociedad– no es una opción para el latinoamericano común, perseguido y expulsado del territorio estadounidense, adonde suele llegar de forma clandestina para cubrir el déficit de mano de obra barata. ¿Y para los cubanos? Las facilidades de radicación que recibe a su llegada y su mayor nivel de instrucción –lo primero, un aporte de la guerra contra la Revolución; lo segundo, un aporte de la Revolución– han creado el mito del inmediato éxito. Algunos buscavidas calculan mal: suponen que si en Cuba ganan mucho más que la media y no tienen que trabajar en exceso, allá serían millonarios.
Un día escuché un comentario que me turbó: en Cuba viven muchos ciudadanos que han regresado. Que se fueron del país, y por alguna razón regresaron para quedarse. Los hay que se fueron de forma legal y regresaron de igual forma. Otros compraron una embarcación y se lanzaron al mar, en dirección opuesta a la que suele promocionarse. Las reglas migratorias son estrictas, y el escarceo es difícil, porque el país no puede recibir de golpe a todos los que desean reinstalarse. El que llega es investigado en coordinación con las autoridades policiales de sus países de residencia. Quise conocer las motivaciones de esas personas, algunas sorprendentemente ingenuas, como un albañil jubilado de 60 años, que sin hablar inglés ni contar con apoyos familiares se acogió al llamado «bombo» y se marchó a Las Vegas: nunca, por supuesto, encontró trabajo. O como ese chef de cocina de un lujoso hotel de Varadero, que fue estafado por un turista mexicano que le prometió una plaza en su inexistente hotel, y tuvo que cruzar la frontera norteamericana para sobrevivir, comprar una pequeña lancha y regresar a Cuba. Historias múltiples, razones para partir muy alejadas de la política –amores traicionados, deseos de aventura, reencuentros familiares–, aunque siempre supeditadas a ella. Más de 15 cubanos de Matanzas, Sancti Spíritus y La Habana, me contaron sus historias. Por razones de espacio, narraré tres de ellas.
I
María Josefa tiene hoy 24 años. Cuando el padrastro fue seleccionado en el sorteo (el «bombo») de la Sección de Intereses de Estados Unidos, ella tenía apenas 18 años, era una maestra de primaria recién graduada de la Allende y estudiaba el primer año de la Licenciatura en Comunicación Social. No quería emigrar, pero tanto ella como su pequeño hermano fueron arrastrados por la mamá. Vivió en Miami desde 2004 hasta 2006. Durante ese tiempo mantuvo la comunicación con el novio que dejó en La Habana, y cuando decidió y pudo regresar –su familia se quedó allá–, se casó con él. Vive actualmente en la casa de la suegra. Y recuperó su puesto de maestra en la misma escuela primaria que abandonó al partir.
¿Dónde trabajabas allá?
Primero trabajé en una cafetería como dependiente. La cafetería tenía servicio delunch para que las personas que salen del trabajo y no quieren o no tienen tiempo de cocinar compren la comida ya hecha. Yo hacía eso. Las otras muchachas se encargaban de atender a los clientes que venían, de servirles. Yo no hablo inglés, no tenía tiempo de estudiar. Llegó un momento en que tuve dos trabajos a la vez.
Pero la mayoría de los clientes eran latinos, allí hay muchos cubanos. Ya después que salí de la cafetería –ahí no duré mucho porque no me gustaba eso–, empecé en una fábrica, donde me quedé fija hasta el momento en que regresé. Una fábrica de juguetes y golosinas, de confituras. Trabajábamos de lunes a viernes, desde las siete de la mañana hasta las tres y media. Si nos daban horas extras las aprovechábamos, porque las pagan doble. Aunque estuviera reventada me quedaba. Y si el dueño anunciaba que el sábado podíamos ir, llegábamos desde la mañana. Y una hacía un esfuerzo, porque el miércoles ya pensabas que era viernes, el trabajo te acababa. Era muy duro.
¿Qué hacías en la fábrica?
Yo pasé por todos los trabajos, porque era la más jovencita del salón. Allí cumplí 19 años. Como era la más jovencita y era rápida –y eso era lo que hacía falta para aumentar la producción–, la jefa del salón me fue pasando por todos los trabajos, hasta que terminé en menos de nada en un puesto que normalmente hacían las personas que más tiempo llevaban allí, que era el más duro aunque no se cobraba más. En otros tiempos –me contaban las más viejas–, quienes hacían ese trabajo (sellando en la máquina las bolsas de juguetes y poniéndoles la etiqueta), se iban con dos cheques, porque eran las que más trabajaban. Tenía que sellar la mercancía que hacía todo el salón. Pero eso después lo quitaron y yo ganaba igual que todas las demás.
¿Cuánto ganabas?
El salario mínimo, que cuando yo estaba allá era de 6.15 dólares la hora. No sé, ahora debe ser más.
Me decías que en algún momento tuviste dos trabajos…
Sí, pero por la izquierda.
¿Por qué por la izquierda?
Porque fue el que conseguí. Por la izquierda porque no te descuentan los impuestos, los casi 40 dólares a la semana que se descuentan de tu salario. Estuve un tiempo hasta que el dueño dijo que ya no nos necesitaba. Era en una papelera, sentada, a diferencia del primero que me obligaba a estar las ocho horas de pie, con media hora nada más para el almuerzo. Trágate la comida y entra otra vez. Cargando cajas. El primero sí me acababa. Este otro era como un Correo, yo tenía que meter en un sobre grande cartas y cosas de la gente, sellarlo e irlo poniendo; facilito. Terminaba a las diez y media u once de la noche. En ese tiempo no tenía paz, porque yo salía a las tres y media del primer trabajo, pasaba a recoger a mi mamá –porque yo le conseguí también a ella ese segundo trabajo y nos íbamos juntas–, y cuando ella se montaba en el carro ya me traía la comida, porque de un trabajo al otro era distante, y yo comía en ese intervalo. Entraba a las cinco, pero como era lejos, llegaba justo rayando. Salíamos a las diez y media, once de la noche, regresaba a bañarme y a dormir, para levantarme al otro día a las seis y media de la mañana. Así era.
¿Cómo empezaste a valorar la posibilidad del regreso?
Desde que mi mamá me enseñó el sobre amarillo del «bombo», yo le dije que no, que aquello no me motivaba, que no me quería ir. Pero bueno, como madre al fin decía: «cómo te vas a quedar sola aquí, te tienes que ir conmigo». Al final me fui, pero prácticamente en contra de mi voluntad.
Mira, al lado de mi mesa trabajaba una señora que tenía cáncer. Ella vivía sola, y todos sus hijos estaban en Cuba. Tenía 65 años. Su enfermedad estaba en una fase avanzada, pero vivía solita en una renta que le costaba 300 dólares y pico, que no era un apartamento, era un eficiency: dentro de una casa grande, un espacio que cerraban con una salida independiente, un apartamento dentro de una casa. No tienes privacidad, porque cuando no estás, no sabes si los dueños entran.
Ella pagaba eso. Al final murió. En mi trabajo no te podías sentar, las cámaras estaban por todos lados, y nada más que te sentabas, venían a regañarte y podían llamarte a la dirección para hacerte pasar una pena o para botarte, y allá no te puedes dar el lujo de que te boten de un trabajo porque tú vives de él. Pero ella estaba en un estado terminal, y una amiguita y yo nos poníamos frente a las cámaras para que se pudiera sentar. Pobrecita, se quejaba del dolor. Era cáncer en los huesos. Le dolía estar tanto tiempo de pie, y la ayudábamos a adelantar, porque con el dolor no producía casi, y si no produces te botan. Yo tenía que sellar, por ejemplo, 600 docenas en el día, que eran 600 cajas. Sellarlas, cargarlas, ponerlas en el paile, para que los hombres se las llevaran. Era lo único que hacían los hombres, todo lo demás lo hacíamos las mujeres. Nosotras sabíamos que ya la jefa del área había hablado con ella para que hiciera un esfuerzo porque el jefe «estaba puesto para ella», decía que no producía lo suficiente. Nosotras la ayudábamos porque si perdía ese trabajo, con qué iba a pagar la renta.
Quizás si tu novio hubiese estado contigo las cosas hubiesen sido diferentes…
No hubiese cambiado nada, a mí lo que no me gustaba era el sistema de vida de allá. Tú vives para trabajar, no tienes tiempo para nada; hay lugares para ir de paseo, pero estás muy cansada. El trabajo te saca el kilo. No tienes tiempo para tomarte un respiro, para ir a la playa… Mi padrastro se fue prácticamente joven de aquí y ya casi está calvo de la tensión, que si la renta la subieron y tengo que buscarme otro trabajo, porque el que tenía me daba exacto, y ahora no da. A él allá le han dado dos parálisis, de la misma tensión, de que si me botan porque están haciendo recorte de personal… Vivir eso no es fácil. El año antes pasado la renta subió tres veces: tres veces en un año. A los dueños no les importa, ellos pasan y te dicen el día antes: la renta va a subir 75 dólares. Lo que a ellos les de la gana. No cuentan con que tú llevas una contabilidad, que ya tienes ese dinero separado. A veces en el trabajo si el dueño es cubano es más malo aun, no sé por qué. Esos cubanos que llevan mucho tiempo allá a veces son peores que los americanos.
¿El dueño de tu fábrica era cubano?
Sí, era cubano. Cuando vi que me quedaba sin trabajo, porque el dueño iba a vender la fábrica donde estaba, me entró la locura por irme. Cuando ellos venden la fábrica o el trabajo que sea, el dueño que llega cambia todo el personal, trae el suyo de confianza, todas nos íbamos a quedar en la calle. Llegando a Cuba me dio un dolor muy fuerte, fui al policlínico, el doctor me hizo las pruebas y le dijo a mi esposo: llévala directo a la Covadonga, porque esto es una apendicitis. Tuve suerte.
¿No piensas volver a la universidad?
Ahora estoy estudiando para alcanzar el 12 grado integral, no sé lo que haga después.
II
Yamil es chapista, tiene el 12 grado vencido y vive en el barrio habanero de Pogolotti. Vivió en Miami entre los años 2006 y 2008, adonde llegó por el «bombo».
¿Dónde vives en ahora?
Con mi familia aquí, tratando de ver cómo creo lo mío. Aquí somos cinco personas. Todavía no estoy casado. Hoy cumplo 37 años.
¿Tienes familia en Estados Unidos?
Un tío. Tengo uno en Canadá y otro en Estados Unidos.
¿Él te recogió cuando llegaste?
A mí me iban a mandar para Carolina del Norte, imagínate, ahí sí me hubiese ahorcado yo. Y un día antes de irme lo encontré, mediante amistades de aquí del barrio. Él sabía que yo iba, pero no sabía cuándo. Nosotros estábamos desvinculados. Me había dado un teléfono, pero él es una gente que contesta cuando le da la gana, allá la gente hace así, tú miras el teléfono y si no sabes de dónde es, no contestas la llamada. Entonces él no sabía que yo llegaba ese día. Pero la gente de aquí del barrio cuando me vio y les conté que me iban a mandar para Carolina, me dijeron: no espérate, vamos a buscarlo. Nos montamos en un carro y empezamos a recorrer todo Miami, a preguntar: oye, ¿por dónde se mueve fulano? Hasta que llegamos a un lugar donde una gente conocía a mi tío, y con tremendo misterio porque allá matan a cualquiera parece –esa fue la primera impresión que me llevé al llegar–, mira el lío este para llamar, me miraban como un extraño, abrían una ventana y me miraban, y yo decía, ¿en qué está esta gente? Entonces lo llamaron: oye, tu sobrino está aquí. Ah sí, mi sobrino, entonces me recibió. Y me fui a vivir a casa de mi tío. Me recibieron bien, él, su mujer y mis dos primos. Tenía un buen apartamento. Él me consiguió un trabajo como chapista en un taller.
Pero ahí me sacaron el kilo. No quiero acordarme de eso. Yo ganaba 150 dólares a la semana; cuando me lo dijeron dije, coño, bastante dinero, y aquello no me alcanzaba ni para comer casi, me salvaba por los cheques que me daba el gobierno, que me los dio por ocho meses, 150 en una tarjeta para comida y 180 en efectivo, que era para ir tirando. Si yo hubiese tenido que vivir solo, con 150 dólares a la semana nadie vive. Y trabajando diez y doce horas al día. El local tenía un dueño, y cinco personas rentaban espacios de ese local. Yo trabajaba para una de esas personas. A él le decían el Negro, era nicaragüense. Estuve trabajando con él un mes y pico, pero había un cubano que rentaba otro pedazo del local, y como su asistente se fue, empecé después con él. Ahí ganaba 200, un poquito más, y él me enseñó, porque yo no conocía el sistema de trabajo de allá. Allá no se usa soldadura, hay mil cosas que no son iguales que aquí. Estuve allí como tres meses. Después nos fuimos juntos para un taller de una gente que tenía varios locales de pintura. Y ahí estuve hasta que regresé.
¿Por qué decidiste volver?
Porque la gente cree que todo lo que brilla es oro, hay de todo, pero aunque no lo creas se extraña, la comunidad, tú me entiendes, mil cosas. Y la situación estaba fea, para una persona que tenga vista larga no había un futuro. Allá nunca voy a tener una casa ni voy a tener nada, porque aquí uno tiene su casita y un trabajo tranquilo, pero allá no hay ni tranquilidad ni estabilidad, no hay nada. Allá se tiene que vivir al día. Y si pierdes el trabajo mañana, no duermes. Yo no veo la posibilidad, como está el mundo hoy, de vivir allí. La gente dice: «pero aquí está más malo»; pero bueno, aquí es donde nací. Aquí yo sé cómo es todo. Allá yo pierdo el trabajo y termino debajo de un puente. Yo tenía miedo de ir al médico porque la consulta más barata me costaba 80 dólares, y no tenía seguro médico. Hay que pensar en mil cosas también. Para vivir, mi país. Aquello es duro, yo trabajé diez, doce horas al día, me salía sangre de la yema de los dedos, escupía sangre cuando iba al baño, porque el polvo de lijar carros es tóxico y te dan unas careticas que son incómodas, te dan falta de aire, la gente no las usa. No pude aprender inglés, cuando iba a la escuela me quedaba dormido. La escuela era gratis, pero me quedaba dormido, llegaba cansado del trabajo.
¿Cómo te ve la gente después que regresaste?
Normal, todo el mundo me ve normal. Una pila de gente me ha dicho mil cosas, que yo estoy loco, pero no cojo lucha con eso, les paso por al lado y me río. Allá no hay perspectivas, ¿qué casa? Si allí todo el mundo está perdiéndolo todo, los negocios están cerrando, todo está en candela. Yo aquí, aunque digan que estoy loco.
III
Prefiere no exponer su nombre. Es arquitecta, una mujer decidida, hermosa a sus 53 años. Su esposo, médico, se quedó en un viaje de trabajo. Entonces la reclamó a ella y a sus dos hijos. Vivió en Canadá entre el 2000 y 2007. La niña tenía 13 años cuando abandonó el país; el varón apenas 10. Pero el matrimonio no se sostuvo. Vivieron años difíciles bajo el mismo techo, hasta que pudo independizarse. El varón se enfermó. El país –sin dudas más benévolo que Estados Unidos– y la alta calificación profesional de los padres, auguraba un futuro mejor que no llegó.
¿Los niños llegaron a sentirse parte de aquello?
A él le fue más fácil, porque se fue muy joven, y asimiló mejor la música, las costumbres, el idioma. Para mi hija no fue igual. Para ella es muy importante tener amigos. Y allí eso se convirtió en algo muy difícil. Nosotros vivíamos en Toronto, una gran ciudad. Ella siempre extrañó mucho eso. A tal extremo que se inscribió en un programa de intercambio entre universidades y el último año que cursó allá lo hizo en España, porque quería irse de Canadá. Cuando regresó, ya el hermano estaba enfermo y nuestra situación era difícil, porque en aquellas condiciones tuve que acogerme a un programa de ayuda del gobierno de ese país, porque no podía trabajar. Y entonces ella empezó a trabajar también.
El medio social en que estábamos viviendo, el estrés, las circunstancias que nos rodeaban, no ayudaban a que mejorara. Aquí en Cuba la vida es más tranquila. Nosotros teníamos allá una vida muy agitada, teníamos que vivir pagando cosas, al día. No podía dedicarle el tiempo suficiente a mi hijo. Y él se convirtió en mi primera prioridad. Mi hija y yo conversamos, porque él no estaba en ese momento en condiciones de decidir. Los médicos me habían dado un buen pronóstico, me dijeron que podía estar perfectamente bien, que era solo un desorden por estrés. Entonces me dije: el lugar especial para encontrar ese ambiente que él necesita es Cuba.
¿Usted allá trabajó como arquitecta?
Llegué a trabajar para una compañía de arquitectos, pero no como arquitecto, sino como dibujante. Yo pasé un curso para aprender un programa que permite hacer diseños en computadoras, lo pagó el gobierno canadiense y después empecé a trabajar en eso. Me pagaban como dibujante, pero yo aprovechaba las libertades que me daban para aprender, porque lo que uno pueda aprender nunca está de más. Hacía de todo en aquella compañía, lo mismo mandaba planos por e-mail, que recibía faxs o ponía llamadas por teléfono. Me creó un gran estrés al principio, pero al final me fui sintiendo más cómoda. Yo trabajé en muchas cosas. Al principio no sabía una palabra de inglés, tuve que limpiar, trabajar en restaurantes, en las cocinas fregando platos. Es una historia larga, aprendí a sacar sangre, a hacer cardiogramas… Esa, en breves palabras, fue mi historia.
El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación. Llega un momento en que te vuelves parte de aquel medio, aunque extrañas a tus amigos, extrañas las conversaciones prolongadas, porque todo se vuelve rápido y corto, en realidad frío y distante, es la verdad. Y una de alguna manera se vuelve fría y distante también. A mí me pasó. Aquí nos faltan muchas cosas como todos saben, económicamente hablando, pero tenemos a los amigos, tenemos a los vecinos, a las personas con las que podemos contar si nos sentimos mal, tenemos a quien llamar por teléfono por una hora, y molestarlo en su tiempo, y contarle lo que nos pasa, y nos da recetas y nos dice. Hay cosas que no tienen precio en la vida. Esas son las diferencias culturales más grandes que yo veo. Aunque en Canadá existen beneficios bastante parecidos a los nuestros en el sistema de salud, y tienen planes de apoyo a los desempleados; no es un país tan contrastante como Estados Unidos donde las diferencias son abismales.
¿Cómo eran las escuelas donde estudiaron sus hijos? ¿Existían problemas de violencia?
Sí, había problemas de drogas, de violencia. Básicamente eso fue en la última escuela donde estuvo el varón. La primaria fue muy buena, muy infantil, tranquila; pero después de la primaria hay una enseñanza que llaman junior high, y despuéshigh school. La primera es corta, dura dos años creo; pero la otra es más dura. Porque ellos tienen una teoría completamente diferente a la nuestra; mientras más el alumno quiere estudiar, más tonto parece. Allá mientras más loco y desaplicado eres, más muchachas tienes detrás, es como decir, eres el cool, porque te destacas en el deporte por ejemplo. El que se destaca mucho en los estudios es un perdedor. Eso es en high school, lo que aquí sería el preuniversitario, pero de cuatro años. Allí se vuelven muy hostiles, los que son tranquilos empiezan a cambiar. Hay dos grupos, o uno se integra al grupo de los bandidos, o se queda en el de los perdedores. Y a estos los martirizan, les hacen la vida imposible. Los maestros no se meten en eso. Y también aparece la droga, los vendedores de drogas se aprovechan de las circunstancias y llevan la droga a la escuela y la cuelan. Ellos nunca consumen. Su primer requisito es que no consumen drogas. Pero ponen a todos esos infelices a tomar aquello que les desgracia la vida, porque jamás son gente. De la droga no se sale. Y hay violencia, porque una vez que la droga se mete en la escuela, el que la consume es capaz de cualquier cosa. Puede matar por un poco de droga. También depende del área donde vivas. Esa es la edad más mala. Si usted es un adicto puede desde luego encontrarla. Yo nunca la vi, pero sé que estaba allí, en la esquina. Ya después que salen de allí y cogen la universidad o los estudios tecnológicos, está más controlado.
¿Han tenido dificultades para insertarse aquí?
Bueno, no mucho. Mis hijos venían todos los años. Teníamos en la casa una bandera cubana permanentemente, créalo o no, eso es algo que yo no cuento, porque puede parecer absurdo. Aquí la bandera es algo que uno asocia con los organismos, con la escuela, etc., pero ese hijo que yo traje de vuelta se llevó de aquí dos banderas cubanas y todas las noches tenía la misión de doblarla. Él la colgaba en la pared, desde mucho antes de enfermarse, y por la noche la recogía y la doblaba como se dobla oficialmente. Siempre tuvimos la bandera. Se añora mucho la patria.
Yo logré reinsertarme como arquitecto, mi hija siguió estudiando Psicología en la universidad; tuvo que traer un millón de documentos, pero logró continuar con sus estudios, aunque perdió un año de la carrera. Estudia en Santa Clara. Está muy contenta porque ahora de nuevo tiene amigos y amigas. Tiene un novio. Mi hijo está completamente recuperado, tengo que dar gracias a Dios porque es algo milagroso. Él está en la universidad también. Estudia y trabaja. Terminó el primer año de la Licenciatura en Estudios Socioculturales. Tiene días en los que se entristece. De alguna manera, me dice, yo no soy parte. Me perdí todos los años que mis amigos vivieron aquí. Y me perdí esos cuentos que ellos hacen, esas historias que yo no puedo hacer, porque no estaba. Mis amigos tienen calle, una calle que yo no conocí, saben enamorar a una muchacha, y nosotros somos más tímidos, no nos abrimos a la gente. Yo le digo que todo es un problema de tiempo.
Publicado en La Calle del Medio 54/la-isla-desconocida
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