La actividad económica ha existido siempre, la pregunta es ¿qué leyes económicas deben regirla? Curiosamente debemos rescatar valores que hoy las escuelas de negocios dirían ‘antieconómicos’
Son muchos los términos con nombre y apellido que van apareciendo en nuestra sociedad en los últimos años: agricultura ecológica, banca ética, comercio justo, etc. ¿Qué ha ocurrido para presuponer que, según esto, el comercio es de naturaleza injusta, la agricultura daña el medio ambiente o la banca está lejos de ser ética? Añadamos uno más, economía solidaria.
“Economía” es una palabra compleja, que nos hemos acostumbrado a escuchar y leer y a lo que hay que sumar que quizá los medios de comunicación la han vaciado de contenido, o al menos simplificado en exceso. Y ahora necesita adjetivos, porque hay muchas economías. Economía real, economía verde, economía solidaria…
Economía de visión limitada
Sin entrar en detalles, si observamos muy rápido la evolución del término economía a lo largo de la historia, veremos que ha ido variando, independientemente de sus múltiples disciplinas y escuelas, arrastrada, como todo, por las circunstancias históricas, pero también por la particular visión que los valores capitalistas le han ido dando, incluso bastante antes de que este sistema se consolidara como tal.
El concepto de economía surgió ligado a la naturaleza, a la tierra. Podemos decir que se trataba de una ciencia social que administraba los recursos naturales al servicio de los individuos y de la sociedad, y era consciente de la complejidad que esto entrañaba. Se entendía a sí misma como parte inseparable de la biosfera, y por tanto, tenía en cuenta que sus actividades generaban impactos, productos y residuos, tanto a nivel físico como social.
Para los fisiócratas, la corriente económica que mantuvo este enfoque, la agricultura era el único proceso que generaba producción y riqueza: de una semilla se obtenía una planta y de ésta frutos y varias semillas. Los procesos industriales, sin embargo, sólo modifican, sin multiplicar ni añadir nada (Quesnay, citado por Carpintero, 1999).
Con la revolución industrial y la evolución del comercio, la ciencia económica completa su focalización en lo monetario, en los valores de cambio. Se produce una ruptura muy importante, al quedar fuera del sistema económico dominante los procesos sociales y naturales y dejar de entenderse como una disciplina integral e integradora, para estudiar un sistema cerrado donde todo tiene traducción monetaria.
La economía convencional, compartimentada como todas las ciencias modernas, externaliza, por tanto, todos los procesos naturales y los residuos que provoca toda transformación o uso de productos, los deja fuera de su contabilidad. Se aísla de la realidad y se cree apartada del sistema social y del medio ambiente, confundiendo valor y precio, riqueza con dinero y, sobretodo, no midiendo sus consecuencias.
Así, los resultados de lo que hoy conocemos como economía no es extraño que ignoren los impactos sociales y ambientales de los que a mitad del siglo XX se empieza a alertar. La reciente globalización, además, desestructura los procesos económicos y sociales de los territorios, supeditando aún más el desarrollo a la generación de riqueza, entendida como acumulación de capital.
La economía como ciencia, lejos de regular o explicar actividades económicas, se pone al servicio del capitalismo, y, como dicen algunos autores, nos encontramos en el s.XXI rodeados por una econocracia o sistema econocrático que sirve a una ideología muy distante de la equidad y la justicia. Por cierto, y como no podía ser de otra manera, sumido en estos momentos en una crisis global.
La economía solidaria
La sociedad de la información nos ha permitido ser más fácilmente conscientes de las causas y consecuencias del modelo económico imperante, el capitalismo, extendido por doquier: pérdida de cultura, degradación ambiental, abandono de ciertas actividades generadoras de tejido social local (como la agricultura a pequeña escala), acumulación de poder y monopolios de grandes empresas transnacionales, pérdida de derechos laborales, discriminación por sexo, condición física, etc.
Además de la denuncia, desde la sociedad civil consciente y activa se generan alternativas como las ya mencionadas al comienzo del artículo. Una de ellas es la economía solidaria, que devuelve a la economía su verdadera finalidad: proveer de manera sostenible las bases materiales para el desarrollo personal, social y ambiental del ser humano en cada territorio.
La economía solidaria se basa en los valores universales que deben regir la sociedad: equidad, justicia, fraternidad económica, solidaridad social y democracia directa, y está definida en la Carta de la Economía Solidaria (de REAS, Red de Economía Alternativa y Solidaria) a través de sus seis principios:
Principio de Equidad. Todas las personas somos iguales a efectos de derechos y oportunidades, entendiéndose y respetándose la diferencia como una fuente de diversidad que aporta riqueza a la sociedad. Según este principio, nadie puede ser objeto de discriminación o dominación, y la igualdad será ejercida a efectos de información, retribución, solidaridad, participación, etc.
Principio de Trabajo. El trabajo es mucho más que un empleo u ocupación. Se trata de un elemento clave que permite el desarrollo de las capacidades de las personas, poniéndolas al servicio de las necesidades de la comunidad y satisfaciendo sus verdaderas necesidades. Este concepto amplio le confiere dimensión humana, social, política, económica y cultural y reconoce igualmente el trabajo no remunerado, al no ser el intercambio monetario condición determinante.
Principio de Sostenibilidad Ambiental. Todas las actividades que se llevan a cabo lo hacen con respeto por el medio ambiente, del que se sienten parte. De esta manera se promueve el consumo responsable, la conservación de la biodiversidad, la soberanía alimentaria, el decrecimiento. Se minimizan los impactos, haciendo un uso energético eficiente, reutilizando, reduciendo el consumo de recursos, reciclando y promoviendo estas prácticas entre trabajadores y personas usuarias. También, en coherencia con todo lo anterior, se pone en práctica la restauración y recuperación de espacios degradados.
Principio de Cooperación. En contra de los criterios de competencia que son frecuentes en la actividad económica convencional, se defiende la cooperación, la confianza, la transparencia, como forma de optimizar el trabajo, de compartir avances y conocimientos para el beneficio mutuo. La cooperación necesita de comunicación, de interactuación, de espacios donde compartir los retos, los avances y los objetivos comunes que generan tejido económico. La economía solidaria, con su trabajo en red, genera estos espacios.
Principio sin fines lucrativos. La economía solidaria, en coherencia con el resto de principios integrales, pretende la redistribución y reinversión de la riqueza generada en la propia organización o empresa, en contraposición a la deslocalización o al uso de esa riqueza para la práctica especulativa. De esta forma, reinvirtiendo, se repercute en la sostenibilidad de la actividad y en que, por ejemplo, cada vez pueda ofrecerse trabajo de manera autónoma y autogestionada a más personas a medida que la actividad prospera.
Principio de compromiso con el entorno. El entorno debe ser entendido en sentido amplio, como el espacio físico, cultural, social en el que se desarrolla la actividad económica; en primer lugar en sentido local, inmediato y de cercanía y, de manera inseparable, como parte del contexto global. La integración en el entorno próximo, promoviendo su conocimiento, la información y la participación en la resolución de los problemas propios de cada lugar genera, entre otras cosas, tejido social, sentimiento de pertenencia o redes sociales, elementos muy importantes para el desarrollo de la economía solidaria.
En el Estado español, REAS se constituye en 1995 para impulsar y aglutinar las iniciativas de la economía solidaria. En la actualidad es una red de redes que reúne proyectos con larga experiencia relacionadas con la inserción social, la financiación alternativa, el consumo transformador, la formación, la industria, etc, y se encuentra fuertemente consolidado en varias comunidades autónomas.
Alimentar el actual sistema económico o al planeta.
La profundización del capitalismo con sus últimas fases neoliberales ha arrastrado el modelo de agricultura y alimentación hacia un sistema globalizado, de cadenas alimentarias larguísimas e interconectadas, dependiente del capital y finalmente pensando en los alimentos sólo como mercancías que multiplican las ganancias. Analizar la agricultura capitalista permite, lamentablemente, entender bien las consecuencias del modelo, hoy colapsado, cuando se enfoca exclusivamente al crecimiento entendido como la acumulación de riqueza de unos pocos.
Las consecuencias de este modelo son claramente visibles por la población y cada vez más fuertemente rechazadas: pobreza, hambre y desaparición del medio rural y sus gentes campesinas, degradación de los ecosistemas, pérdida de suelos, contaminación del agua, calentamiento del planeta y una alimentación insana e insegura. Este sistema de producción intensivista, mercantilizado y que no reconoce los límites del planeta, es responsable de un futuro amenazador en forma de cambio climático, privatización de los recursos naturales, etc.
Igual que más PIB no significa más desarrollo, más producción agroindustrial no significa más ni mejor alimentación. De hecho, ocurre lo contrario, nunca antes se habían producido tantas materias primas, ni nunca antes ha habido tanta gente pasando hambre. La dinámica consumista propia de estas economías capitalistas que cuestionamos, orientada por y para los mercados -también en la alimentación- hemos visto que no ayuda a satisfacer los derechos humanos básicos, además de ofrecernos alimentos dudosos en su calidad y aportes nutritivos.
Sin embargo, por suerte, el sistema agroalimentario también es un buen ejemplo de las nuevas propuestas que nacen para hacer frente a estas circunstancias. Bajo el paraguas ideológico de la Soberanía Alimentaria, cientos de iniciativas y movimientos sociales han sido capaces de transgredir los perversos paradigmas dominantes.
El más antiguo de los lemas de la Soberanía Alimentaria era premonitorio: LA ALIMENTACIÓN NO ES UNA MERCANCIA, desterrando el protagonismo que los mercados han conseguido en los últimos años. Si en la economía solidaria los valores humanos se ponen por delante de los intereses económicos, en la soberanía alimentaria, de forma análoga, se pone a la economía al servicio de la alimentación (facilitar mecanismos comerciales, financieros, etc.), nunca al revés.
Así pues, la Soberanía Alimentaria encaja como un modelo de economía social y solidaria, resituando la función de la agricultura con mucha claridad: una práctica que, de manera respetuosa con el medio ambiente y adaptada a cada territorio, produce alimentos para las comunidades locales a la vez que se convierte en un medio de vida para quienes la desarrollan, generando economías de pequeña escala y reales.
Cuando hablamos de una agricultura que recupera su sentido primario, alimentar a la población, reivindicamos también la importancia de este sector, el PRIMARIO, en las economías actuales. No podemos construir ninguna economía sostenible reduciendo el sector primario a la mínima expresión.
Sólo desde estas precisiones, ‘alimentar a las comunidades’, se alcanzará la meta de alimentar al mundo. Sólo permitiendo ‘medios de vida’ para las gentes campesinas se alcanzará la igualdad y la erradicación de la pobreza, ya que la Soberanía Alimentaria es también una fórmula para distribuir justa y equitativamente las rentas del trabajo.
Por último, la Soberanía Alimentaria, recupera valores campesinos que bien podemos aplicar en las economías solidarias, por ejemplo la austeridad. Es decir, hemos de entender la agricultura y la alimentación –y la economía- dentro de un planeta vivo y finito, evitando el derroche, el despilfarro de nutrientes y energía… recuperando el sentido común y caminando siempre en los límites de la sostenibilidad y de sus posibilidades reales que, recuperando esta consciencia, son, de verdad, ilimitadas.
La agricultura en una economía capitalista con la agricultura en una economía solidaria, comparemos:
Donde ahora tenemos una agricultura separada de la Naturaleza (o peor, una agricultura que se siente dominadora de la Naturaleza) recuperaremos una agricultura que es parte de la Naturaleza, y ésta, por cierto, la recompensará.
Dónde ahora tenemos una agricultura machista (producir más, ser la empresa más fuerte, tener el tractor más grande…) buscando el control y el poder, tendremos una agricultura feminista revalorizando las ansías del cuidar y del ofrecer.
Donde tenemos una agricultura que, como los trenes de alta velocidad, no paran en ninguna estación, tendremos una agricultura de cercanías, recuperando en cada estación, sea verano o invierno, los sabrosos productos locales y de temporada.
Donde ahora dependemos del petróleo, negro, viscoso y ¡finito!, para producir alimentos, la agricultura del futuro volverá a trabajar con el Sol, un aliado voluntario, generoso y nunca absentista.
Frente a la agricultura de una cosechadora que siega, trilla y contamina –tres en uno-, proponemos una agricultura intensiva… en mano de obra, generando muchos medios de vida.
Frente al gran modelo de distribución, recuperemos el pequeño comercio, los mercados locales y nos organizamos en grupos de consumo para decidir qué comemos y quien lo produce.
Por último, frente a las cosechas uniformadas del monocultivo, se apuesta por huertos fundamentados en la biodiversidad. Patatas, ovejas, patos, guisantes, berenjenas y altramuces comparten la misma tierra, y eso les hace sanos.
www.ecoportal.net
Patricia Dopazo y Gustavo Duch.
Revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas.
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