LA REVOLUCIÓN DOMINICANA DE ABRIL 1965 FUE UNA REVOLUCIÓN AUTENTICA
El Coronel Caamaño en acción de combate contra el invasor Yanqui |
Los
Estados Unidos, que en el mes de abril (1965) tenían en Vietnam 23 mil hombres,
desembarcaron en Santo Domingo 42 mil. Para los funcionarios de Washington, los
sucesos de la República Dominicana eran de naturaleza tan peligrosa que se
prepararon como si se tratara de llevar a cabo una guerra de la que dependía la
vida misma de los Estados Unidos. La fuerza de los Estados Unidos se usó en el
caso de la Revolución Dominicana de una manera absolutamente desproporcionada.
Un pueblo pequeño y pobre que estaba haciendo el esfuerzo más heroico de toda
su vida para hallar su camino hacia la democracia fue ahogado por montañas de
cañones, aviones, buques de guerra, y por una propaganda que presentó ante el
mundo los hechos totalmente distorsionados
La
Revolución Dominicana de abril no fue un hecho improvisado. Era un
acontecimiento histórico cuyos orígenes podían verse con claridad. En realidad,
esa revolución estaba en marcha desde fines de 1959, y fue manifestándose
gradualmente, primero con una organización clandestina de jóvenes de la clase
media que fue descubierta a principios de 1960, después con la muerte de Trujillo
en mayo de 1961, más tarde con las elecciones de diciembre de 1962 y por último
con la huelga de mayo de 1964. El golpe de Estado de septiembre de 1963 no
podía detener esa revolución. Fue una ilusión de gente ignorante en achaques de
sociología y de política pensar que al ser derrocado el Gobierno que yo presidí
la revolución quedaba desvanecida. Fue una ilusión creer, como consideraron los
que formulan en Washington la política dominicana, que una persona de buena
sociedad y de los círculos comerciales era el hombre indicado para dominar la
situación dominicana. Fueron precisamente el uso de la fuerza y la frivolidad
del favorito de Washington —Donald Reid Cabral— los factores que aceleraron el
estallido de la revolución de abril. La Revolución Dominicana tenía causas no
sólo profundas, sino además viejas. La falta de libertades de los días de
Trujillo y el desprecio a las masas del Pueblo volvieron a gobernar el país a
partir del golpe de Estado de 1963; el hambre general se agravó con la política
económica sin sentido del equipo encabezado por Reid Cabral, y la corrupción
trujillista resultó a la vez más extendida y más descarada que bajo la tiranía
de Trujillo. Se pretendió volver al trujillismo sin Trujillo, un absurdo
histórico que no podía subsistir. La clase media y las grandes masas se aliaron
en un mismo propósito; barrer ese pasado ignominioso que había renacido en el
país y retornar a un estado de ley y de honestidad pública. Veamos ahora el
punto que toca al tiempo histórico. Lo que le da carácter peculiar a la
historia de Santo Domingo es lo que en otras ocasiones he llamado su
“arritmia”. Los acontecimientos dominicanos suceden en un tiempo que no
corresponde al tiempo histórico general de la América Latina. El momento
histórico en que se hallaba la República Dominicana en abril de 1965 era el
equivalente de 1910 en México, y es curioso que los Estados Unidos actuaran
sobre Santo Domingo, en cierto sentido, como lo hicieron sobre México en 1910,
aunque alegaran para ello que en Santo Domingo estaba en marcha una segunda
Cuba. Pero en Santo Domingo no podía estar en marcha en abril de 1965 una
segunda Cuba como no podía producirse en México de 1910. Lo que había estallado
en la República Dominicana en abril de 1965 era —y es— una revolución
democrática y nacionalista; y el 1965 era el momento histórico exacto para que
los dominicanos iniciaran su revolución democrática y nacionalista. En términos
de 1965, justicia económica. Por otra parte, el nacionalismo es un sentimiento
que se origina en la necesidad vehemente de hacer progresar en todos los
órdenes el propio país, en la necesidad de afirmar la conciencia nacional en el
campo económico, en el político y en el moral, y toda revolución verdadera,
sobre todo si es democrática, tiene un alto contenido de nacionalismo. Para no
equivocarse en el caso de la Revolución Dominicana de 1965 bastaba con situarla
en su tiempo histórico. Eso hubiera servido también para evitar el costoso
error político de considerar que era una revolución comunista o en peligro de
derivar hacia el comunismo. El precio que pagarán los Estados Unidos por ese
error será alto, y a mi juicio lo veremos en nuestro propio tiempo. Un índice
de la magnitud del error es el tamaño de la fuerza usada originalmente para
embotellar la revolución. Los Estados Unidos, que en el mes de abril tenían en
Vietnam 23 mil hombres, desembarcaron en Santo Domingo 42 mil. Para los
funcionarios de Washington, los sucesos de la República Dominicana eran de
naturaleza tan peligrosa que se prepararon como si se tratara de llevar a cabo
una guerra de la que dependía la vida misma de los Estados Unidos. Siempre
recordaré como un síntoma de esa enorme equivocación un detalle de la densa
propaganda hecha por el departamento de guerra psicológica, el del famoso
submarino ruso capturado en el puerto de la vieja capital dominicana. Ese
submarino desapareció misteriosamente tan pronto llegaron a Santo Domingo los
primeros periodistas norteamericanos independientes, pero sigue navegando en
las aguas del rumor interesado. La fuerza de los Estados Unidos se usó en el
caso de la Revolución Dominicana de una manera absolutamente desproporcionada.
Un pueblo pequeño y pobre que estaba haciendo el esfuerzo más heroico de toda
su vida para hallar su camino hacia la democracia fue ahogado por montañas de
cañones, aviones, buques de guerra, y por una propaganda que presentó ante el
mundo los hechos totalmente distorsionados. La revolución no fusiló una sola
persona, no decapitó a nadie, no quemó una iglesia, no violó a una mujer; pero
todo eso se dijo, y se dijo en escala mundial; la revolución no tuvo nada que
ver ni con Cuba ni con Rusia ni con China, pero se dio la noticia de que 5 mil
soldados de Fidel habían desembarcado en las costas dominicanas, se dio la
noticia de que había sido capturado un submarino ruso y se publicaron “fotos”
de granadas enviadas por Mao Tse-Tung. La reacción norteamericana ante la
Revolución Dominicana fue excesiva, y para comprender la causa de ese exceso
habría que hacer un análisis cuidadoso de los resultados que puedan dar la fe
en la fuerza y el uso ilimitado de la fuerza en el campo político, y convendría
hacer al mismo tiempo un estudio detallado del papel de la fuerza cuando se
convierte en sustituto de la inteligencia. En el caso de la Revolución
Dominicana, el empleo de la fuerza por parte de los Estados Unidos comenzó a
tener malos resultados inmediatamente, no sólo para el Pueblo dominicano sino
también para el Pueblo norteamericano. Con el andar de los días, esos
resultados serán peores para los Estados Unidos que para Santo Domingo. Pero
mantengámonos ahora dentro del límite estrecho de los daños causados a Estados
Unidos en Santo Domingo. Por de pronto, la Revolución Dominicana, que hubiera
terminado en el propio mes de abril a no mediar la intervención de los Estados
Unidos, quedó embotellada y empezó a generar fuerzas que no estaban en su
naturaleza, entre ellas odio a los Estados Unidos. Ese odio no se extinguirá en
mucho tiempo. El nacionalismo sano de la revolución irá convirtiéndose a medida
que pasen los meses en un sentimiento antinorteamericano envenenado por la
frustración a que fue sometida la revolución. Y es una tontería insigne
considerar que el nacionalismo de los pueblos pequeños y pobres puede
ignorarse, desdeñarse o doblegarse. La más poderosa de las armas nucleares es
débil al lado del nacionalismo de los pueblos pequeños y pobres. El
nacionalismo es un sentimiento profundo, casi imposible de desarraigar del alma
de las sociedades una vez que aparece en ellas, y ese sentimiento, según lo
demuestra la historia, lleva a los hombres a desafiar todos los poderes de la
tierra. Ahora bien, cuando el nacionalismo democrático es ahogado o
estrangulado, pasa a ser un fermento, tal vez el más activo, para la
propagación del comunismo. Estoy convencido de que el uso de la fuerza de los
Estados Unidos en la República Dominicana producirá más comunistas en Santo
Domingo y en la América Latina que toda la propaganda rusa, china o cubana. La
fuerza, en su caso, fue empleada para impedirles que alcanzaran su democracia.
Para muchos norteamericanos esto no es y no será cierto, pero yo estoy
exponiendo aquí lo que sienten y sentirán por largos años los dominicanos, no
las intenciones norteamericanas. Debido a que la fuerza nunca es tan fuerte
como creen quienes la usan, los Estados Unidos tuvieron que recurrir en Santo
Domingo a un expediente que les permitiera usar la fuerza sin exponerse a las
críticas del mundo; y eso explica la creación de la junta cívico-militar
encabezada por Antonio Imbert. Esa junta, como es de conocimiento general, fue
la obra del embajador John Bartlow Martin, es decir, de los Estados Unidos; y
pocas veces en la historia reciente se ha cometido un error tan costoso para el
prestigio de los Estados Unidos como el que se cometió al poner en manos del
señor Imbert parte de las fuerzas armadas dominicanas y al proporcionarles como
justificación para sus crímenes el argumento de estar combatiendo el comunismo
en Santo Domingo. Las matanzas de dominicanos y extranjeros —entre los últimos,
un sacerdote cubano y uno canadiense— realizadas por las fuerzas de Imbert bajo
el pretexto de que estaban aniquilando a los comunistas, quedarán para siempre
en la historia dominicana cargadas en la cuenta general de los Estados Unidos y
en la particular del señor Martin. Esas matanzas fueron hechas mientras estaban
en Santo Domingo las fuerzas norteamericanas; y además el embajador Martin
sabía quién era Imbert antes de invitarlo a encabezar la junta cívico-militar.
La tiranía de Imbert fue establecida a ciencia y conciencia, y después de la
tiranía de Trujillo no había excusa que pudiera justificar el establecimiento
de la de Imbert. La revolución no fusiló a nadie ni decapitó a nadie; pero las
fuerzas de Imbert han fusilado y decapitado a centenares, y aunque a esos
crímenes no se les ha dado la debida publicidad en los Estados Unidos, figuran
en los expedientes de la Comisión de los Derechos Humanos de la OEA y de las
Naciones Unidas, con todos sus horripilantes detalles de cráneos destrozados a
culatazos, de manos amarradas a la espalda con alambres, de cadáveres sin
cabezas flotando en las aguas de los ríos, de mujeres ametralladas en los
“paredones”, de los dedos destruidos a martillazos para impedir la
identificación de los muertos. La mayor parte de las víctimas fueron miembros
del Partido Revolucionario Dominicano, un partido reconocidamente democrático,
pues la función de la llamada democracia de Imbert es acabar con los demócratas
en la República Dominicana. Parece un sangriento sarcasmo de la historia que
los crímenes que se le achacaron a la revolución sin haberlos cometido, hayan
sido cometidos por un falso gobierno creado por los Estados Unidos sin que eso
conmueva a la opinión norteamericana. La mancha de esos crímenes no caerá toda
sobre Imbert, que al fin y al cabo es un ave de paso en la vida política
dominicana; caerá también sobre los Estados Unidos y, por desgracia, sobre el
concepto genérico de la democracia como sistema de gobierno. O yo no conozco a
mi pueblo, o va a ser difícil que a la hora de determinar responsabilidades los
dominicanos de hoy y de mañana sean indulgentes con los Estados Unidos y duros
solamente con Imbert. En general, va a ser difícil salvar a los Estados Unidos
de responsabilidad en todos los males futuros de Santo Domingo, aún de aquellos
que se hubieran producido naturalmente si la revolución hubiera seguido su
propio curso. El Pueblo dominicano no olvidará fácilmente que los Estados
Unidos llevaron a Santo Domingo el batallón nicaragüense “Anastasio Somoza”, el
émulo centroamericano de Trujillo; que llevaron a los soldados de Stroessner,
los menos indicados para representar la democracia en un país donde acababan de
morir miles de hombres y mujeres del Pueblo, peleando por establecer una democracia;
que llevaron a los soldados de López Arellano, que es para los dominicanos una
especie de Wessin y Wessin hondureño. En todos los textos de historia
dominicana del porvenir figurará en forma destacada el bombardeo a que fue
sometida la ciudad de Santo Domingo durante 24 horas los días 15 y 16 de junio.
Todos estos puntos a que me he referido a la ligera son consecuencias del uso
de la fuerza como instrumento de poder en el tratamiento de los problemas
políticos. Una apreciación inteligente de los sucesos de Santo Domingo hubiera
evitado los males que ha producido y producirá el uso de la fuerza que se
desplegó en el caso dominicano. Para la sensibilidad de los pueblos de la
América Latina, para su experiencia como víctimas tradicionales de gobiernos de
fuerza, todo empleo excesivo e injusto de la fuerza provoca sentimientos de
repulsión. Desde el punto de vista de los latinoamericanos, los Estados Unidos
cometieron en Santo Domingo el peor error político de este siglo. El presidente
Johnson dijo que los infantes de marina de su país habían ido a Santo Domingo a
salvar vidas, pero lo que puede asegurar el que conozca la manera de sentir de
los latinoamericanos es que esos infantes de marina destruyeron en todo el
Continente la imagen democrática de los Estados Unidos. Es que parece estar en
la propia naturaleza de la fuerza destruir en vez de crear, y cuando se usa en
forma excesiva e inoportuna, la fuerza tiende a destruir a quien la usa. Una
revolución puede detenerse con la fuerza, pero sólo durante cierto tiempo. En
muchos sentidos, las revoluciones son terremotos históricos incontrolables,
sacudimientos profundos de las sociedades humanas que buscan su acomodo en la
base de su existencia. Y la Revolución Dominicana de abril de 1965 fue —y es—
una revolución auténtica. Por lo menos eso creen los que tienen razones para
conocer la historia, las fallas, las angustias y las esperanzas dominicanas, es
decir los dominicanos que las hemos estudiado y estamos vinculados al destino
de aquel pueblo por razones tan justas y tan honorables como puede estar
vinculado el mejor de los norteamericanos al destino de los Estados Unidos.
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