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jueves, 19 de abril de 2012

Maupassant, una tragedia moderna

Por Sergio Berrocal *


Málaga, España (PL) Murió rabioso, rabiando por la locura cuando apenas tenía 43 años y decía "Amo con un amor bestial y profundo, miserable y sagrado, todo lo que vive, todo lo que crece, todo lo que se ve... los días, las noches, los ríos, las mares, las tempestades, los bosques, las auroras, la mirada y la carne, las mujeres".

Guy de Maupassant fue entre los grandes escritores franceses el más rebelde, el más atrevido y probablemente el que más sufrió. Autor de libros maravillosos que dieron películas intensas como Boule de suif (Bola de sebo) y Bel ami, él mismo se situó entre los autores malditos. Nació en un castillo en 1850 en la dulce Normandía y falleció en una clínica glamorosa del distrito más señorial del París de 1893, donde cuentan que ya los paparazzi montaban guardia.

Los millonarios derechos de autor que producían sus obras le evitaron tener que vagabundear por los inhóspitos pasillos de los hospitales parisienses de la época, lóbregos malecones de la desesperanza, donde la pobreza doliente se cruzaba con los médicos, zares despreciativos que no le dedicaban ni una mirada regalada. Sus impolutas batas blancas cubrían apenas su ignorancia en humanidades, cubierta por la olorosa humareda de cigarros costosos.

Maupassant conoció la medicina de los ricos, los que "van por el dinero", y también supo que su oro de nada le servía ante la soberbia soliviantada de otros doctores, más ricos pero igual de ignorantes, que querían ahogar sus espantosos brotes sifilíticos bajo la morfina, cocaína y otros palos de ciego.

Todo aquel oro que producían sus libros también le permitió huir de los manicomios, donde otro pintor de la vida como Van Gogh supo que puede morirse de muchas maneras.

Personaje literario en el más puro estilo parisiense, personaje de cine a lo Scott Fitzgerald, Maupassant tuvo una vida singular que ya de por sí habría dado para una excelente película. Recio, bigotudo, parte importante de su vida se circunscribió a una de las más altivas calles de París, la rue Royale, donde durante años trabajó, como un forzado de la isla del Diablo, en el Ministerio de Marina.

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