Por Sergio Berrocal *
Málaga, España (PL) Nunca se vieron. Nunca se amaron. Pero Chester Himes, escritor negro, y Marilyn Monroe, actriz blanca, se han entreverado en mi mesa en este sábado de no guardar nada, salvo la vida si se puede, pero no pidamos tanto, sólo un cachito.
Es como si la voluptuosa y el escritor no quisieran separarse. Sus vidas son largos, espantosamente largos momentos de desesperanza. Himes tuvo que huir de los racistas norteamericanos. Marilyn, la rubia de los ojos envueltos en persistentes nubarrones negros de vida inacabada, desperdiciada, adulterada, se durmió una noche, asqueada de los productores y probablemente harta de que la tratasen de rubia tonta. No podía más.
Chester Himes, delincuente en Estados Unidos antes de convertirse en un escritor de renombre, estuvo en presidio. Hasta que descubrió que la escritura puede redimir y se metió en ese caparazón de tortuga feliz que la vida nos ofrece de vez en cuando, pero sin dejar de pensar en ningún momento que podía conseguir se olvidaran del color de su piel.
Chester Himes que estás en los cielos de Alicante, España, Europa, casi fin del mundo, déjame que me convierta por un rato en tu maravilloso ciego en cuyas manos pusiste en una de tus mejores novelas (Blind man whit a pistol, 1969), un vengativo artefacto que escupía fuego mortífero de necesidad en una estación de metro.
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