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Clarence Vanterpool es el personaje increíble de Jaime García Vilorio. Era un “cocolo” que llegó de Saint Thomas a principios del siglo XX y se estableció en el ingenio Consuelo.
Leía y leía y buscaba literatura en zafacones y vertederos... Luego escribía y escribía para luego incinerar su producción literaria sin que nadie alcanzara a leer lo que escribía.
Jamás confió a nadie la razón de su extraña conducta, y se perdió para siempre lo que pudo haber sido una rica producción literaria.
Ojalá aparezca alguna descendencia de Mr. Vanterpool y nos complete esta interesante historia:
“Me refiero al artículo que usted tituló: ¡... A veces llegan cartas!, del 19 de agosto del año en curso.
“Usted dice: ‘El que escribe lo hace con el único propósito de que otros lean lo que escribe. Si no, la escritura careciera de sentido’.
Unos escriben, otros leen...
“De su acertado razonamiento es perfectamente entendible que la literatura, con todos sus matices, es pura comunicación, y para que ésta se produzca es necesario un emisor y un receptor.
“A mis 10 años de edad, y ahora tengo 74, me tocó ser vecino del señor Clarence Vanterpool en el barrio Pueblo Nuevo del ingenio Consuelo.
“El señor Vanterpool era natural de la isla caribeña de Saint Thomas. La ebanistería fue su oficio, la lectura y la escritura eran su pasión. El material de lectura, revistas, novelas, etc., lo obtenía buceando en los zafacones frente a cada casa del barrio de los funcionarios gringos e ingleses blancos del ingenio.
“Los estantes de la casa del señor Vanterpool estaban llenos de revistas Life, Time, Selecciones, novelas de amor, detectivescas, de vaqueros... Todas escritas en el idioma inglés.
“Vanterpool fue un ávido lector, con limitaciones económicas muy marcadas, nunca disponía de recursos ni para comprar un muñequito del Pato Donald.
“Lo anormal fue su escritura, el modo de hacerla y el uso final que le daba.
“Es ahí el motivo por el cual, al leer su citado artículo, he querido ocupar su atención con estas líneas.
Su “piromanía literaria”
“Agustín, uno de los hijos del señor Vanterpool, y yo, fuimos condiscípulos y amigos entrañables durante muchos años, lo que me brindó la oportunidad de conseguir una relación padre-hijo con él. Me tomó tanta confianza y cariño que me utilizaba como confidente de algunas de sus intimidades.
“Es así como pude verlo escribir extensamente, llenar cuadernos escolares de letras de muy buena caligrafía para luego, con un túbano en la boca, sentarse en una mecedora, tirar los cuadernos al fuego y verlos consumirse entre las llamas, mientras en su rostro se advertía cierta expresión de satisfacción.
“La primera vez que lo vi realizar esa ‘piromanía literaria’ le pregunté por qué lo hacía y me contestó que no le repitiera jamás esa pregunta, pues de lo contrario no me invitaría otra vez a presenciar ese rito que hasta entonces él venía repitiendo solitariamente durante un largo tiempo de su vida.
“El santomeño fue un hombre de poco hablar. Si tenía algún conflicto con alguien, no discutía, sino que escribía su punto de vista en una libreta para luego quemar lo escrito antes de que nadie se enterara.
“Fueron muchas las cartas que le escribió a su esposa e hijos y que las llamas devoraron sin que ellos siquiera se enteraran de su existencia.
“Escribió ensayos, críticas, pensamientos y cuentos, que tuvieron el mismo destino y que pudimos leer machacadamente gracias al poco “inglés cocolo” que sabíamos.
“La escritura de Vanterpool pudo carecer de sentido al ser quemada antes de llegar a sus destinatarios; puede que haya sido una excepción a la regla porque para él algún sentido tenía escribir cartas para ningún buzón... Como dice Serrat en su canción Lucía”.
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